En:

Sandbox

person Publicado por: DoctorK list En: Entradas comment Comentario: 0 favorite Clicks: 913

Auge, caída, redención y mapas, ¡muchos mapas!

El fulgurante estreno de Genshin Impact el pasado 28 de septiembre ha traído de nuevo a la primera línea de la actualidad del videojuego al subgénero del sandbox. Los juegos de mundo abierto son (con el permiso de los shooter) los reyes de buena parte del catálogo en las dos últimas generaciones de videoconsolas y han tenido un gran éxito tanto de crítica como comercial. Existen múltiples variantes para esta fórmula, pero en esencia hablamos de una propuesta marcada por el libre albedrío en cuanto a la jugabilidad que, partiendo de la premisa de la libertad total de movimiento, pretende erigirse en las antípodas de los juegos lineales y guiados (si bien este último punto rara vez se cumple al cien por cien y casi siempre existe algún tipo de guía que limita la experiencia). Un jugador, un hilo argumental principal aderezado de subtramas y, por encima de todo, un enorme y colosal mapa a recorrer repleto de iconos que se traducen, por lo general, en una enorme cantidad de horas de juego. 

El origen de los juegos de mundo abierto se encuentra ya en algunas de las propuestas iniciales del sector con títulos como Adventure para Atari (1979) Ultima I para pc (1981) o The Legend of Zelda para NES (1985). Este último título es por derecho propio un verdadero mito y son cientos los argumentos que podrían esgrimirse a favor de este legendario juego (guiño, guiño) pero, en relación al tema que nos ocupa, no deja de sorprender lo contemporánea que sigue resultando la propuesta sandbox de una obra que tiene ya 35 añazos. ¡Nunca estaremos lo suficientemente agradecidos a los bosques y cuevas de Sonobe y a la infancia de Miyamoto!    

Tras estos primeros compases han sido innumerables los juegos que han optado por esta arquitectura jugable para sus mundos. Con posterioridad, en la segunda mitad de los años 90 se produjo un punto de inflexión clave con el paso del 2D al 3D y títulos como The Elder Scrolls: Daggerfall (1996) o The Legend of Zelda: Ocarina of Time (1998) dieron pasos decididos hacia conceptos más ambiciosos y complejos. Los cimientos terminaron de afianzarse en los albores del nuevo milenio con joyas como Shenmue (1999) los GTA III (2001), Vice City (2002), San Andreas (2004) o, el recientemente remozado, Mafia (2002). Una vez pulida la idea y consolidadas las mecánicas, fue la séptima generación de videoconsolas (Xbox 360, Playstation 3 y Wii por orden de aparición en el mercado) la que se lanzó de cabeza a recorrer kilómetros y kilómetros de mapas. La saga Assassins Creed (desde 2007), Red Dead Redemption (2010), los Elders Scrolls (Oblivion en 2006 y Skyrim en 2011) o, nuevamente, la saga Grand Theft Auto con GTA IV (2008) y GTA V (2013). La quinta aventura de Rockstar Games bien pude ser considerada la piedra filosofal del género, tanto por la profundidad de su propuesta en cuanto a la libertad de movimiento, como por su enorme prevalencia en el medio con presencia hasta en tres generaciones diferentes de videoconsolas. Apuesto a que veremos a la gallina de los huevos de oro en Playstation 6, 7, 8…

Con GTA V se produce la transición a los juegos de mundo abierto de la nueva generación. En los primeros años de Playstation 4 y Xbox One vieron la luz algunos juegos sandbox (el intergeneracional Shadows of Mordor en 2014 o Batman Arkham Knight en 2015) pero el título de Rockstar Games seguía siendo el gran referente y se mantuvo como la gran apuesta del género hasta que, también en 2015, aparecieron The Witcher 3: Wild Hunt y Fallout 4. Estamos ante dos verdaderos tótems del género que, partiendo de lo aprendido en GTA V, llevaron el mundo abierto hasta la nueva generación. Con la América post-apocalíptica y las aventuras de Geralt de Rivia pienso que se tocó techo en un modo de entender el libre albedrío jugable y que a partir de estos dos clásicos el género del sandbox empezó a adolecer de un cierto agotamiento. La saga Assassins Creed (¡Odyssey se me hizo eterno!), Mad Max (2015), Just Cause 3 (2015) o Shadows of War (2017) son solo una pequeña muestra de una serie de juegos de calidad, pero que terminaban por sentirse repetitivos con la fórmula “misión principal/misiones secundarias/coleccionables”, que se resuelve generalmente con una monótona ida de punto A a punto B. Parecía que la magia de los bosques de Sonobe empezaba a apagarse, hasta que regresó Link…

The Legend of Zelda: Breath of the Wild se estreno en 2017 para Wii U y Swtich. Como había hecho en los orígenes, en este juego Nintendo apostó de manera clara por el sandbox, incluso llegando a sacrificar algunos de los conceptos clásicos de la saga como el sistema de mazmorras con objetos clave y jefes finales. Tengo que reconocer que cuando leí esto, mi primera reacción fue de rechazo ya que pensaba que un Zelda que no tiene mazmorras al uso, no merece tal nombre. Estaba equivocado, y tanto que lo estaba… Cuando pude jugar la nueva aventura (y sin duda, es la palabra que mejor define a este juego) que se desplegó ante mi, se disiparon todas las dudas y prejuicios que se habían ido formando en mi cabeza. Breath of the Wild es el primer juego con el que me siento casi abrumado ante la libertad que me proporciona y consigue, verdaderamente, que me encuentre ante un autentico mundo salvaje para recorrer, cómo y cuando me venga en gana, sin mayor condicionante que el objetivo final de vencer al villano. Resumiéndolo mucho, el gran acierto de Nintendo fue apostar por el mundo abierto destruyéndolo a la vez. Es decir, tomó la premisa conceptual del libre albedrío, pero se cargó todas las inercias jugables. ¿Cómo se traduce esto? Pues con un juego sin guía, con un mapa inmenso que se recorre con ganas, con sentido (olvidad el punto A y el punto B) y que genera una gran ansia aventurera por descubrir que hay más allá de un lago o sobre lo alto de una montaña. La grandeza es que puede haber un importante tesoro o absolutamente nada, pero jamás sientes que te has aburrido o que has perdido el tiempo. Aventura y exploración en estado puro. Quizá no sea sencillo de explicar, hay que jugarlo y sentirlo. 

La obra maestra de Nintendo (sin duda uno de los juegos de la década) marcó un antes y un después en el género y dejó el listón muy alto para las nuevas propuestas. A la espera del anhelado Breath of the Wild II, no son muchos los juegos que han estado a la altura en cuanto a innovación y revolución de los mundos abiertos. Incluso juegos sobresalientes como el mencionado AC Odyssey (2018), Spider-man (2018) o el reciente Ghost of Tsushima (2020), han sido conservadores en sus modos de entender el género. A pesar de ello, creo que hay al menos dos títulos que completarían el podio de aventuras abiertas y que también han roto el modelo y modificado el paradigma. Hablemos de Arthur Morgan.    

Tras los rotundos éxitos de Red Dead Redemption y GTA V, Rockstar Games volvía a enfrentarse al mundo abierto con la segunda entrega del afamado western. Las expectativas no podían ser más altas, pero cuando en 2018 pudimos jugar por fin a Red Dead Redemption II comprobamos que la gran R lo había vuelto a hacer. Se trata de una obra extraordinaria en un sinfín de aspectos (narrativos, visuales, etc.) y de entre todas sus virtudes debe destacarse también la novedosa reinterpretación que hace de la relación entre el personaje jugable y su entorno. En este caso sería de justicia hablar de un mundo vivo más que de un mundo abierto. Los cambios de RDRII no están en los mismos parámetros que hemos visto en Zelda, de hecho, es un juego “lineal” en cuanto al desarrollo de las misiones, la verdadera revolución está en lo vivo que se siente todo en su inmenso mapa. Todo su mundo tiene algo que contarnos y nos invita a recorrerlo una y mil veces. Podemos galopar, cazar, pescar, jugar a las cartas, etc., nada que no hayamos visto en otros juegos, pero en esta ocasión las cosas no están ahí inmutables, el mundo se mueve, cada personaje tiene una historia viva que contarnos que consigue, además, que la experiencia de cada jugador difiera. Todo en RDRII acontece al margen del jugador, simplemente podemos cruzarnos con un evento u otro. La experiencia recuerda a las líneas narrativas del parque temático de la serie Westworld siendo los jugadores el visitante que puede vivirlas o no.

Mundo vivo, de una parte, y aventura y exploración salvaje, de la otra, habían refundado definitivamente el género sandbox. ¿Quedaba algo por hacer? ¿Sería posible una vuelta de tuerca más a un modelo de videojuego pensado y repensado hasta la extenuación? Parecería que no, pero esta pasión nuestra esconde a personajes tan absolutamente brillantes (y rematadamente locos, por qué no decirlo) como el gran Hideo Kojima. Hablemos de Sam Porter Bridges.

Son más que conocidas las circunstancias que llevaron a la cancelación de P. T. (¡snif!) y a la consiguiente salida de Kojima de la empresa nipona Konami. Tras la ruptura, “Hideo I El Grande” refundó Kojima Productions como empresa independiente (previamente era una filial de Konami) brindándonos el pasado 2019 su primera creación, Death Stranding. Estoy seguro de que habréis leído y escuchado de todo sobre este juego (el propio Kojima se encargó de ello con una campaña publicitaria viral impresionante) que si es raro, que si no es para todo el mundo, que si se trata de un simple walking simulator, etc.  Para ser justos, todas estas afirmaciones tienen algo de verdad. Se trata de un juego bizarro, pensado para ser incómodo para el jugador por momentos y en el que se camina, se camina mucho, mucho, mucho… Y es precisamente en ese deambular en donde encuentro su gran aportación a los mundos abiertos. Al contrario que en RDRII, el mundo de DS está absolutamente muerto y recorremos amplias secciones de terreno sin cruzarnos con nada ni nadie, solos ante la intemperie (encuentro en esto un precedente en Shadow of the Colossus). Cada paso, cada decisión acerca de cómo cruzar un río o superar una cumbre helada es un momento trascendental que supera en mucho a otras propuestas del sector. Con ello, Kojima hace que suframos y, sobre todo, que entendamos la soledad del personaje y la inmensidad de su cometido. Caminar en DS es un acto de trascendencia filosófica, un acto más lírico que narrativo en el que el diálogo con el mapa y con la orografía son los versos de este genial y extraño poema. De nuevo es difícil de expresar en palabras, toca jugarlo.

Cierro ya este texto insistiendo en que no están todos los que son, pero sin duda, sí son todos los que están. El sandbox es un género ya canónico del universo de los videojuegos que, como hemos visto, ha superado una línea crítica reinventándose a si mismo. El síndrome de A a B se ha superado con la magia de la exploración de Zelda, la vitalidad de RDRII, y la estética de la soledad en DS. ¿Qué nos deparará el futuro? Es imposible saberlo, pero en un mes llegan los vikingos y los cyber…

¡Nos vemos en Valhala percales!

Comentarios

Sin comentarios en este momento!

Deje su comentario

Domingo Lunes Martes Miércoles Jueves Viernes Sábado Enero Febrero Marzo Abril Mayo Junio Julio Agosto Septiembre Octubre Noviembre Diciembre